En la plaza de Ópera frente al Teatro Real ocioso
un hombre plantó durante mi noche un gran telescopio.
Aquel hombre demandaba unas monedas a los que quisieran contemplar unos instantes
la boveda aturdida por el colapso del cielo.
Pensé que aquel curioso del firmamento
había gastado sus ahorros en aquel artefacto
tal vez por descubrir a una estrella anónima
y registrarla con el de una dama pretendida
para así seducirla como se nos seduce a los ingenuos:
convirtiéndonos en únicos e irrepetibles para una mirada.
Divagué en aquella noche templada
que no sería osado deducir
que las femeninas estrellas
como mujeres nos contemplaban.
Dotadas de ese escudriñamiento
inverso de las damas
que observan
como las observa
el observador
para detenerse a posar o huir de esa mirada.
Al llegar a casa, salí a la terraza
y, como en mí es costumbre,
hice confidencias con una estrella
que frecuenta mi barriada.
En mi barrio
a la gente recomendable les vetamos la entrada.
Me comentó muy excitada
que había desubierto un nuevo hombre
que, en el cielo absorto,
persiguía con sus febriles ojos
a los luceros como a las muchachas cuando bailan
alfarereando su cuerpo como si fuera lodo que desbarra.
Un hombre al que había visitado la desgracia
pues aceptaba monedas para que los niños
cerraran los ojos ante un cielo
que, en absoluto, les interesaba.
A los niños les interesa el reino de los suelos,
las alturas inconmensurables les dan vértigo.
Mi confidente estrella de sonrisa celestial
había registrado a aquel derrotado con el nombre
de un asteroide que orbitaba en torno a ella.
Asi pasamos largas horas
contándonos perdidas miradas
hasta que nos dio la del lucero del alba.
Me dormí ya de mañana envidiando a aquel tipo,
a quien la miseria había alquilado su casa
pero que tenía su nombre puesto cerca de la Vía Lactea.
Nunca sabe nadie en que lugar es único e irrepetible
aunque piense que su vida vale menos que la nada.
No lo cuentes pero te juro que no miento,
de la mirada de algunos hombres
padecen fiebres las estrellas enamoradas.
Sucede que la gente
pone su fe y su corazón en lugares más prosaicos
y dichas fútiles y mundanas.
© Mariano Crespo Martínez
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