Los perros sin collar que son de nadie y de todos
tienen plato en los bares y el techo de las viudas.
El gemido de la urbe concentrado.
La canción huérfana de acordeón y de armonía.
La belleza silvestre de las muchachas.
El perfume a petroleo azul en los monos de trabajo.
El olor a puchero escrito en los buzones.
Los tesoros escondidos bajo los mandiles.
La algarabía sin memoria sale de la escuela.
La asepsia culpable de los bancos.
Las manchas de carmín en los ladrillos.
Pescaderías con el olor evocador de las almejas.
La pobreza levantada sobre el solar
de las chabolas engullidas por enormes máquinas.
Defensa numantina de Madrid yace en los parques.
Las huellas prehistóricas del movimiento obrero.
Un chino trabaja en cada esquina.
Desde el alba hasta las tantas
por un euro levanta la muralla china.
Y las miradas de soslayo
al paso de la frontera
entre Tetuán y la República Dominicana
en donde los escotes son escaparates
del deseo y la espalda de las negras
termina en un orbe que no rota, se cimbrea.
Algunas tardes de paseo por mis calles
voy desde el Magreb hasta el Caribe,
desde la Asia profunda
hasta los alrededores de tu casa.
Porque es un regalo de los dioses,
tras dar la vuelta al mundo, atracar en la paz de tu ensenada.
Me complace la vida de marino en este barrio
en cuyos callejones la memoria de un naufragio duerme la mona.
Las aves transeuntes hacen por aquí sus nidos
no lejos de donde los sueños
hicieron los suyos de huevos y ametralladoras.
Algunas primaveras coinciden por los pinos
utopías y pájaros
que, hasta cuando mueren, migran,
Vivo en Tetuán, por si me estás buscando.
Tetuán de las Victorias, con el padrón lleno de de derrotas
como un lamparón en el mono,
como la ausencia de una estatua
que recuerde el coraje pisoteado de esta villa.
Buena gente.
Noble.
Sencilla.
Las calles cuesta abajo ahora nos parecen cuesta arriba.
© Mariano Crespo Martínez
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