“No se puede describir una ciudad
que no soporta exageraciones”
Opiniones de un payaso
Heinrich Böll
“El ojo que
ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.”
Proverbios y cantares
Antonio Machado
A Pilar Sánchez, tan bella como tozuda.
-M e he levantado con el ojo izquierdo.
Se sentía feliz aquella mañana e invadido por un
apacible sosiego.
No le fue difícil identificar el origen de su
bienestar. Cada día se reafirmaba más y
más en la certeza de aquella incipiente y heterodoxa teoría que estaba
prendiendo en su cerebro y que, al principio, le pareció un disparate de su
intermitente fantasía.
Los ojos, cada ojo, son los intérpretes del objeto
de la mirada. Incluso algún espectador con mayor perspicacia y dotado para la
observación, como era su caso, podría llegar a pensar que miran cosas situadas
en diferentes planos de la realidad.
El descubrimiento sucedió casualmente como ocurren
los actos que cambian el sentido a una vida. Se inició una mañana mientras
perdía el tiempo frente al espejo en la rutina cotidiana del aseo.
Empezó a percibir que su cara era nítidamente
distinta, y hasta se diría que opuesta, según el ángulo desde que la observaba.
Era un efecto difuso y difícilmente apreciable en toda su intensidad si se
observaba en el paulatino ladear de la cabeza, un giro difícil de
calibrar, pero que se mostraba con una
claridad meridiana si se intercalaba la visión de ambos ojos, tapando y
destapando alternativamente con la mano, primero un ojo y, luego, el otro.
Una creciente curiosidad le llevó a comprobar si
esta observación se producía en la visión del mundo exterior y si era de
aplicación universal o era tan sólo una característica particularmente
atribuible a su rostro.
En sucesivas jornadas experimentó que el fenómeno
era extrapolable a todos los objetos. Por el tamiz fiscal de su mirada fueron
desfilando las cosas, las casas, los paisajes cotidianos y los horizontes
ocasionales.
Una mañana de miércoles descubrió alborozado que
esta realidad no sucedía tan sólo en el universo particular y concreto de su
mirada exterior sino que, por increíble que pueda parecer, volviendo a cubrir
alternativamente el ojo izquierdo y luego el derecho, variaba sustancialmente
la observación de su mundo interior.
Quedaban modificados, hasta parecer distintos, los
recuerdos, los anhelos, los deseos y se escondían o emergían saludables las
dudas, los miedos, las fantasías y jugaban alegremente al escondite el
desasosiego con la plenitud.
Si esta maniobra se ejecutaba a gran velocidad se
producía una embriagante sensación de vértigo que, en pocos segundos, creaba
una alteración de la conciencia que
propiciaba un mareo profundo. Se dislocaban las formas de los objetos, generaba
calor la nieve, se helaban las tibias manos al contacto con las castañas recién
asadas, lo macabro provocaba gozo,
producía repulsión la hermosura, las ventanas nos devolvían nuestra imagen de
observadores y los espejos enmarcaban el firmamento.
Constató, en sesiones de investigación que cada día
se hacían más largas y ensimismadas, que la belleza y el horror sólo eran una
perspectiva de la mirada.
- La
vida es un punto de vista. - le comentó alborozado a Héctor, el gato que le
miraba inquieto y que siguió haciéndolo en su mutismo discreto-.
Un descubrimiento de tal magnitud siempre estimula
una transformación de la conducta.
Así, por el deseo incipiente de mirar la vida por su
faz placentera, comenzó a cubrirse el ojo derecho, tanto en su vida privada
como en la social, con un amplio parche
negro.
Al principio había optado por llevar unas gafas con
un cristal ahumado, pero terminó considerando más ridículo este remedo.
Cada vez lucía con más asiduidad su nuevo porte que
le confería un aire romántico y, engalanado de esta guisa, lo que primero había
sido una simple prueba se tornó en una
costumbre, devino en una necesidad y, por fin, se transformó en un rasgo
diferencial, un estilo.
Hubo una tarde de ausencia de coraje en la que temió
por el qué dirán que suscitaría su aspecto, pero en seguida abandonó sus
recelos.
- La
gente es buena. Pensarán que soy un aguerrido pirata o alguien con un divertido
pasado bucanero. Lo veo en sus caras y lo percibo en sus sueños.
******
Nos gusta en las largas sobremesas de nuestras
interminables reuniones de amigos recordar anécdotas de nuestro pasado.
Coincidimos a cenar mensualmente un amplio grupo de
contertulios que, además de afinidades profesionales y gustos, nos une el haber
crecido por los mismos años en el mismo pueblo.
La muy noble y leal villa de la que procedemos, es
uno de esos pueblos que aún quedan en la España interior cargados de historia,
repletos de leyendas y que malviven con su patrimonio a la sombra de una
advenediza capital.
Un pueblo con una excepcional huella del románico
pero sin polígono industrial. Vamos, un pueblo con todo el pasado en propiedad
pero sin ningún futuro.
Los que nacimos por la década de los 50 nos fuimos
barruntando que tendríamos que emigrar observando, entre otras cosas, como
nuestra vetusta villa no merecía consideración ni tan siquiera para tener una
estación de ferrocarril y haber sido agraciada con un simple, aunque coqueto,
apeadero.
Así que nos cupo el dudoso honor de ser la primera
generación lugareña que, a falta de fortuna familiar que nos permitiera un
rentismo acomodado, emigraba a la capital en busca de algún horizonte vital.
Fuimos a la universidad con los últimos ahorros del
calcetín familiar y, sumidos en la corriente de cambios de la época, militamos
en diversos grupos del amplio abanico de la izquierda revolucionaria, mientras
casi sin darnos cuenta nos convertíamos en titulados.
Luego, ya saben, de la comuna a la pareja abierta,
de la compañera a la esposa, de la mujer o el marido a el o la ex y, unos o
unas, con custodia de los niños y, otros u otras, con un lío o un apaño. Gente
respetable.
Somos como bien dice Gustavo, el más deslenguado de
entre nosotros: “no se sabe bien si una clase alta venida a menos o una vulgar
clase media que un día creyó en la revolución y años más tarde descubrió lo
plácido que se duerme cuando el colchón esconde dinero”.
Ayer, tras una opípara cena regada con estupendos
caldos y, tras los postres, unos licores a los que, inconscientes como somos,
añadimos una maría de tal calidad que habría puesto como una moto al propio Bob
Marley, nos vino al recuerdo una costumbre de nuestros padres que nos sembró de
inquietud la infancia. No falla nunca que cuanto más ebrios estamos acabamos
caminando por el pasado.
La velada, anteriormente y tras un inicio más frío
de los habitual, empezó a animarse con el desparpajo de Ángela. Nos fue
relatando con grandes dosis de picardía el cambio de perspectiva que había
significado en su vida sexual “escalar al lugar destinado históricamente al
macho”.
- Me
pasé todo mi largo y concienciado noviazgo “progre” follando con un rojo
anticlerical en la postura del misionero, que tiene guasa la paradoja. Así
continué en mi matrimonio y tuvieron que pasar mucho años hasta que, por fin,
agarré a un chaval, en un aquí te pillo aquí te mato, y nada más llevármelo a
la piltra me dije: “esta es la mía a éste me lo tiro debajo”.
- Y no
veáis, muchachos, –añadió con la suficiencia de una profesora dirigiéndose al
alumnado- cómo cambia el asunto. Cómo cambia la visión de todo cuando se está
en el puente de mando del polvo.
- Queridos
niños, por hoy termina la explicación de los términos arriba y abajo. Esto es
arriba y esto es abajo – añadió jocoso Álvaro parodiando un programa infantil
divulgativo de la gramática que marcó a
la generación de nuestros hijos- . Ahora Coco quieres explicarnos ¿qué es izquierda
y qué es derecha?
Ángela, que ya estaba como una moto
sin frenos, se palpó con picardía un pecho y luego el otro para, muy
morbosamente, bajar con sensualidad la mano a la ingle y separando con los
dedos el inicio de los muslos susurrar.
- Ay,
no sé. Yo prefiero el centro.
- Todos
ya somos de centro. –zanjó el tema, entre el alborozo general, Álvaro-.
La noche siguió avanzando en temperatura y con la
modorra del inicio de la madrugada entramos, como se viene haciendo costumbre,
en el apartado de las confidencias, la melancolía y los recuerdos.
En esa hora bruja intervino con su dulzura habitual
Alba.
Nos relató ella, buscando imágenes del pasado con
los ojos entornados y dilatadas las pupilas, que siendo niña, cuando estaba
abstraída en su mundo y caminaba despistada pretendiendo atravesar
descuidadamente una calle, su madre, fuera de sí le gritaba.
- Un
día te va a pasar lo que…
La interrumpió, como un relámpago, Álvaro, con los
ojos fuera de las órbitas.
- No
jodas, a ti también. Creí que era una manía de mi vieja.
En un momento la reunión salió de su modorra y se
convirtió en una algarabía de voces y gritos, interrumpiendo y solapándose los
unos a los otros en la coincidencia festiva de que, sin pronunciar palabra,
todos hablaban de lo mismo mientras, entre risas imposibles de sujetar por el
coloque colectivo, todo el grupo se
tapaba un ojo con una de sus manos.
Todos coincidíamos en que cuando, generalmente
nuestra madre, nos quería reconvenir por algún despiste, por el exceso de
inocencia de nuestro comportamiento infantil, por perdernos en las nubes e ignorar la realidad y sus
horribles obligaciones, nos llegaba cargado de amenazas y augurios siniestros
el reproche maternal:
- Tú sigue así y acabarás como acabó el tuerto.
En ese momento, como nos sucedía de niños, se nos
cortó el rollo, se nos detuvo en seco el globo de la hierba, e invadidos por un
negro sentimiento nos pusimos repentinamente serios como cuando, tras recibir
un susto estando completamente ebrio, recobras la sobriedad al momento y en un
santiamén lo comienzas a ver todo claro.
Se había invocado a uno de los fantasmas de la
infancia que, al menos en mi caso, más peso tuvieron en la cimentación de mis
temores y en el argumento recurrente de mis pesadillas.
Una historia siempre contada parcialmente y que se
nutría más de silencios que de certezas. Cuando había intentado conocer más
datos y testimonios sobre los sucesos que habían marcado la vida de tan curioso y extravagante personaje
-en honor a la verdad nunca indagué con excesivo entusiasmo- fui encontrando
versiones marcadamente distintas y hasta contradictorias, pero siempre con el
denominador común de contener las horribles calamidades que asolan a alguien que arrastra la sombra de un sino
siniestro o de una maldición negra.
Parecía que aquel hombre, como si se hubiera erigido
en el chivo expiatorio que tuviera que penar por todos los pecados de libertad
que un hombre pueda concebir, se convertía en el semáforo o la señal de alarma
destinada a encenderse en el alma cuando alguien tenía la más mínima tentación
de salirse de la disciplina y la paz del rebaño.
Durante mis primeros años de estudio en la capital
se me hizo evidente que aquel pobre hombre -en cuyas distintas biografías de
leyenda canalla tan sólo parecía existir la unanimidad en todos los relatos en
el hecho mágico de que, en su dramático final, mantuvo una sonrisa que quedaba
delatada por el brillo intenso de la mirada en su único ojo abierto al
cielo- que aquel pobre mártir de la
alienación de masas era el custodio, muy a su pesar, de la sordidez decadente
de mi pueblo, de su sumisión entregada, de su renuncia a la modernidad y de su
anclaje en un pasado cateto y convencional.
Todo aquello que, por aquel tiempo, me repugnaba.
Y, sin embargo, ahora después de tanto, parecía que
en mi vida, su magisterio de santo inverso, de vida ejemplar para evitar
tentaciones suicidas de imitación, había tenido un lento pero eficaz efecto. El
éxito paulatino de lo que comienza siendo precaución y acaba por convertirse en
miedo. Un miedo que cambia la mirada y la perspectiva de los hechos.
Alguno de nosotros hurgó en la herida y constató en
voz alta lo que curiosamente parecíamos
pensar todos en silencio:
- Somos
un fracaso de generación. No se han
cumplido la mitad de nuestros sueños. A veces tengo la impresión de que en un
50 por ciento soy aquello que quisieron que fuera, traicionando una buena parte
de mis proyectos, de las locuras con las que soñé y ahora echo tanto de menos.
No fue necesario que nadie asintiera. Mirándonos a
los ojos lo vimos palmariamente claro. Durante un instante pude observar a
todos mis amigos, como muchas veces me contemplo a mí mismo en el espejo, como
una mezcla compacta pero poco homogénea
de niños posibles y de posibles viejos.
Como una persona cuya vida admite dos lecturas, dos
miradas: la de sus actos y la de sus sueños.
Dos puntos de vista, dos ángulos de visión que pocas
veces confluyen y me ha acabado produciendo, según asegura con fría suficiencia
el doctor Maroto, mi querido médico: “una cojera crónica en el ojo izquierdo”.
- Una
cosa, amigo mío, que no siendo grave, con los años se va haciendo cada vez más
molesta. Pero no te preocupes que de esto no se muere. Otra cosa sería si el
lastimado fuera el derecho. El cementerio está lleno de gente, jóvenes casi
todos, fallecidos prematuramente por ello.
- ¿Y
no tiene cura, doctor?
- Tiene
alivios pero no remedio.
Mientras me hablaba sincopadamente había concluido
su ritual de desbroce del tabaco y procedía a encender con mimo su pipa. A mí
me vino a la memoria aquel afortunado día en que decidí escogerle como médico
pese a su terrible leyenda de bebedor y a los dimes y diretes que circulaban en
le vecindario sobre su hosco carácter. Supe mucho más tarde que había acertado,
cuando en los incipientes prólogos de nuestra actual amistad, me confesó, al
demandarle un documento oficial, que no estaba colegiado.
- Pertenezco
a un sindicato voluntariamente como la gente respetable, pero nunca me afilio a
algo que es obligatorio y menos a un club cerrado de batas blancas. Las cosas no se pueden ver
desde dentro, siempre hay que tener una perspectiva exterior a uno mismo. Esto
lo ignoran esos ceporros que acuden a sus reuniones gremiales que son un
espanto. Reuniones de gente mediocre que sólo disfrutan mirándose con
complacencia el ombligo y murmurando de todo el que no tiene sus ideas o su
pretendido rango.
El mismo discurso gruñón que espantaba a la gente
era lo que mí me había seducido de este hombre. Me provocaba atracción y
familiaridad esa apariencia de ogro reñido con la humanidad que, pese a la
primera apariencia, ocultaba una exquisita dulzura en la relación íntima. Con
el roce había aprendido a sacarle de quicio haciéndole las preguntas obvias y
comunes que tanto aborrece.
- Entonces
doctor, ¿no me cabe ninguna esperanza?
Mi amigo, a fuerza de disputas comunes, también ha
aprendido a reconocer la ironía en mi tono, y se dirigió a mí con la
suficiencia y el despego que se espera de un galeno respetable:
-
Prueba la acupuntura – realizó una teatral pausa reflexiva para proseguir con
voz engolada-. Tampoco hacen mal las gafas de sol o la astrología. Pero sobre
todo evita los recuerdos. Hazme caso, la memoria es peligrosa, puede dar
perspectiva y eso, inevitablemente, termina por generar vértigo. No te has
fijado el gesto de ecuanimidad y la sonrisa entre despistada y boba que lucen
los amnésicos. Y luego conviene elegir bien hacia dónde dirigir la mirada. Lo
ideal es hacerlo hacia el lugar que lo hace todo el mundo, el sitio al que
señalan las estatuas y aconsejan los pastores del rebaño. Y en lo referente a
la mirada interior, vuelvo a lo de antes, huye de la memoria, recréate en lo
evidente, en la ley del mínimo esfuerzo, no te compliques la vida y todo puede
ser más sencillo.
- Y
así, doctor, ¿se alcanza la felicidad?
- Eso
de la felicidad es mas jodido. ¡Te hablaba de la salud, coño, que no es lo
mismo! Y no olvides que yo soy sólo médico, un simple mecánico del cuerpo. No
entiendo de misterios y eso de la felicidad es, sobre todo, un enigma. La
felicidad, he leído por ahí, es cuestión de equilibrio y a mí me parece, si te
soy sincero, que esa situación sólo se obtiene, y sé lo que me digo, cuando se
está en el limbo. Fíjate que curioso, con el desprestigio que tiene ese
sitio.
Hizo un largo silencio como quien se ha perdido en
el laberinto de su propio discurso y, tras dar una larga chupada a la pipa y
mientras el humo le cegaba totalmente la visión del ojo derecho, concluyó
sonriendo:
- Además
en el limbo tengo la impresión de que no te llaman la atención por ser un tanto
exagerado, por ser distinto… Me atrevería a decir que libre, pero a esa
palabra, libertad, le tengo mucho respeto.
A veces mi médico me recuerda vagamente a alguien
que no logro identificar. Un ser impreciso que dejó una huella grata en algún
rincón de mi cerebro y, en el preciso instante en que soy consciente de esa
vaga similitud con ese fantasma ambiguo de mi recuerdo, me embarga una extraña sensación de sosiego.
Como si, por algún cambio azaroso en las dimensiones del espacio, en los
recovecos del tiempo, variase la perspectiva con la que me contemplo.
© Mariano Crespo Martínez
No hay comentarios:
Publicar un comentario