El
almanaque soporta días tristes en los que mi sombra toca con la armónica una canción de la que no conozco la letra porque mis lágrimas no lloran francés.
Hay
otros, afortunadamente, hay otros,
en que mi sombra silba todas las canciones
y tú, amor, no nos dejas.
El
año en que Neil Armstrong
estrenaba con el pie la luna,
yo me exigí, campaneando uvas, lavarme los dientes a diario, jurarle a Mari Pili amor eterno, no beberme el vino del señor cura, y aprenderme las conjunciones, todas, no solo copulativas, para que no me pegara el profesor de gramática. La vida me ha mostrado que existen diferentes modos de llegar a astronauta y distintas maneras de caer a un pozo.
Con
conjunciones,
todas, también las adversativas,
o de manera aislada.
Cuánto
me gustaría
dedicarte un bolero por la radio
como cuando había tranvías, peticiones del oyente, gabardinas y sombreros. Una canción pastosa para derramarse bailando con un mensaje cifrado por un botánico y un lector de Cortázar, por un confesor de fulanas y un cobrador de morosos. Para contarte, amor, esa deuda impagable que te debo, el olor a pensión de mis deseos, el laberinto de tus pétalos y esa magia de la inquietud de las palabras llanas que habitan en el umbral de tu sexo. En un desgarrado watsapp, no estoy preparado, No me manejo. Vengo de la generación en que se arrancaba una orquesta cuando iniciabas un beso.
A las 7 de la mañana
del 13 de marzo, Mireya Arroyo, la chica colombiana que nos friega la escalera,
encontró en el rellano del cuarto piso, a la orilla del ascensor, el cadáver
descuartizado del vecino del ático, en medio de un inmenso charco de sangre.
Nos despertó su grito desgarrador y desmedido, sobre todo
proviniendo de alguien que viene de donde viene y en donde pasa lo que pasa.
La policía no ha detenido a nadie, pero no recuerda un caso en el
que hubiera tantos candidatos con motivos suficientes para eliminar a alguien o
por lo menos para desearlo.
El vecino del ático, sin que se le pudiera calificar directamente
como escoria, es uno de esos tipos a los que nadie daría la espalda
confiadamente sin tener al día la póliza del seguro de vida. Sólo llevaba en la
casa dos años pero había sido tiempo suficiente para tener constancia de su
calaña. Si es verdad que al infierno se va por méritos adquiridos, este cabrón
se ganó la plaza en esta casa.
Debía varios recibos y se pasaba por el forro los reiterados avisos
del presidente. Sus vecinos de rellano estaban hartos de sus continuos
desplantes y groserías y, sobre todo, de su manía por poner a Los Chichos y a
otros gitanazos a todo trapo, ya fuera a la hora de la siesta o en la
madrugada, cuando terminaba el programa de José María García, que,
generosamente, nos hacía escuchar a todos los vecinos. Este hombre no
compartiría los gastos pero con las aficiones era muy espléndido.
Eso por no mencionar lo de borracho. Aquí a nadie nos importa lo
que hace nadie, que cada uno es muy suyo de hacer con su cuerpo y su vida lo
que quiera, pueda o le dejen, pero con
respeto a los demás. Que la libertad de uno termina donde empieza la de los
demás, como bien dice don Mariano, el maestro jubilado del 2º-B. Así que cada
uno beba lo que le quepa. Pero no más, porque luego sueltas el vómito en el ascensor y en el
portal como nos tenía acostumbrados. O le orinas el rosal –lo que ya son ganas
de joder- a la señora Rosario, la jubilada del Bajo- B, que no tiene llorado la
pobre mujer con las meadas de este sujeto.
- Parece obra de un profesional sin entrañas. Pero hay un exceso de
móviles. – exclamó pensativo el inspector de primera, Primitivo Fernández -
La policía nunca
encuentra el termino medio y no hay crimen que sea de su gusto y agrado. Se
cabrean por exceso y se mosquean por defecto. Si hay pocas evidencias, el
asunto está oscuro y si hay demasiadas, está sospechosamente claro. Luego,
acaban por utilizar la vieja costumbre de investigar a quien pueda sacar beneficio
de un delito y se complican la vida. Como si no tuvieran aprendido con lo del
País Vasco.
El vecino del ático era un hijo de puta.
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Ayer, jueves, 14 de abril, tuvimos
reunión de comunidad y tras la discusión rutinaria y precipitada sobre los
temas del orden del día, pasamos a ruegos y preguntas.
La discusión
se centró, ante la contrastada falta de eficacia policial, en la confesión o,
en su caso, delación de la persona que había cometido el crimen, si ésta era un
propietario o inquilino de la finca.
Protestó, don
Justino, por no entender que se relegase
el importante tema de la reparación de la antena del tejado por el asunto -en sus palabras- “del justo final del
cerdo del atíco”.
Le prometimos
que se vería el tema de la antena en la próxima reunión, pero que la resolución
del suceso del 13 de marzo era prioritaria, al tratarse de un asunto de
conciencia y una circunstancia penosa
que tenía a toda la comunidad en la desazón de ser colectivamente presuntos
asesinos.
Así que el
tema se abordó y, para sorpresa del administrador, la comunidad en pleno, uno
por uno, nos fuimos derrumbando y confesamos, entre sollozos, la autoría del
asesinato.
Fue, como
casi todas las reuniones, un espectáculo deplorable que puso en evidencia la
calidad de género de los que compartimos esta escalera. Nadie tuvo orgullo para
confesar su culpa con dignidad y mirar desafiante al resto, como hace Jack Nicholson en el cine. Somos gente
normal. Aquí todo el mundo, llora, moquea y se humilla, sea por el impago de un
mes, por un reproche con las cuerdas de la ropa o por un simple crimen. Forma parte de nuestro hecho diferencial.
El
administrador de fincas titulado intentó poner una pizca de cordura:
- Coño, pero si todos tienen coartada - exclamó con una mueca entre
burlona y de estupor -.
Esta juventud de hoy en día está dominada por el cerebro y no
escucha al corazón. Demasiados años de estudios inútiles, a base de tests, les
han dado una visión del mundo de sota, caballo y rey, y creen que todo lo que
ocurre obedece a las leyes de la lógica. Debe ser porque ni se casan ni se
comprometen, y así les va. Encima, el tío se permitió añadir que si no
deberíamos dejar a la policía hacer su trabajo. Otra muestra más de la
inmadurez de esta generación, que deposita en el Estado todas las obligaciones
del individuo. ¡Se van a enterar después del 11 de septiembre!
Con todo, la nota más patética de la reunión, la puso Vanessa.
Bueno, ella en realidad se llama Atilana, como consta en el buzón de correos y
bien sabe su familia de Zamora, pero para el trabajo que realiza ahora y para
el que se anuncia en los periódicos, le pareció más comercial, Vanessa. Y así
nos hace llamarla desde seis meses después de enviudar, hará ya tres años por
el día de la Constitución, el 6 de diciembre.
-No me quedó más remedio que hacerlo.-
dijo entre pucheros que se fueron convirtiendo en un mar de lágrimas-. No podía
arrastrar la vergüenza de que me hubiera, de que me hubiera…¡ultrajado!
-A usted la ultrajaría señora, que ni
sé lo que es ni me importa, pero a mí me estaba quitando la vida día tras día.
Eso sí, tengo el atenuante de defensa propia.
Pocas veces habíamos visto a Manolo tan descompuesto. En la reunión
nos relató que, aun conociendo su enfisema pulmonar, o tal vez por ello, el
desaparecido encendía un cigarro cada vez que el ascensor los reunía y le iba
echando el humo a la boca mientras le espetaba en la cara:
- Qué ¿no lo echas de
menos?
La verdad es que los motivos de todos eran de peso. Cada uno sabe
donde le aprieta el zapato y donde duele lo que le duele. A mí me impresionó
especialmente lo del chico del pendiente.
Carlitos, que así se llama el nota, es un chavalote que vive en el 1º C
y que, desde que le pusieron en la calle del taller en donde era chapista, se
gana honradamente la vida distribuyendo unos productos marroquíes que se fuman
y que tienen mucho prestigio entre la juventud del barrio. El chico tiene sus
cosillas y se rodea de gente con muy malas pintas, pero es un minorista
comercial que nunca ha hecho mal a nadie. Todo lo contrario, favores le debe la
gente. Pues bien, el fiambre le birlaba el producto de su trabajo y le
amenazaba con irse de la lengua, supongo que se referiría a escupirle o vaya a
saber usted qué. “Asqueroso camello”, creo que dijo Carlitos que le llamó, como
a si uno le insultasen por lo animales típicos del país con cuyo género de
exportación se gana el sustento. ¿A mí que me llama, vaca?
La noche avanzaba y cada agravio era superior al anterior y todos,
cada uno a su manera, habíamos coleccionado motivos que justificasen nuestro
lamentable y sangriento proceder.
Al final, tuvimos que recurrir a la votación, que no hay nada como
el sistema democrático para zanjar las tomas de posturas colectivas, y
aceptamos la propuesta de doña Lourdes que tiene un estanco y sentido común.
Elegimos por unanimidad a
Rita, la mujer del finado. No en vano, el cabrón del muerto la pegaba hasta
dejarla el escaparate hecho un cromo. Si alguien se lo merecía era precisamente
ella. Además, y bien mirado, así todo quedaba en casa.
Levantamos acta y, mientras el Administrador marcaba el 091,
brindamos con sidra a la salud del fiambre.
Tengo que reconocer que se me escapó una lágrima al besar a la
sorprendida viuda. No la abracé porque, con ese
escote que tiene, alguno hubiera pensado
lo que no se tiene ni que imaginar.
A mí - que le voy a hacer si soy un sentimental - estas reuniones
de vecinos me conmueven. Y es que en esta sociedad de individualismo y de falta
de valores todavía quedan reductos en donde florecen primaverales los viejos
símbolos colectivos.
Lo que no fui capaz de comprender fue lo mal que encajó nuestra
decisión la beneficiada. Primero, se le puso una mueca de estupor como si le
estuviéramos gastando una broma. Luego se le fue descomponiendo el rostro que
mostraba un rictus en el que se mezclaban el pánico y sorpresa. Cuando llegó la
policía y la entregamos, entre felicitaciones y parabienes, se revolvió de los
agentes y, con un gesto de desprecio y rabia nos espetó:
-Estáis todos locos. Como me podéis
hacer esto mí. ¡Sois unos hijos de
puta…!
Nos quedamos de una pieza. La señora Rosario, siempre poniéndose en
el lugar del débil, dijo que la chica llevaba poco tiempo en la casa y se
sorprendía de la familiaridad de los vecinos, para terminar justificándola:
“Además la pobre, viviendo con quién vivía, no está habituada al buen trato”.
-Eso es, señá Rosario, usted lo ha
clavao. – sentenció Carlitos-
Y es que, como dijo Borja, que trabaja en la asistencia social de
la parroquia: “cuando se viene de un medio desestructurado y no se ha gozado de
las ligaduras y los vínculos del afecto, hay un desequilibrio emocional que te
impide ser receptor de los lenguajes positivos y del mismísimo amor”. Este
Borja, dirán que pierde aceite y tal, pero desde luego habla como dios.
-Cada mochuelo a su olivo. – dijo
imperativo don Mariano.
Y, poco a poco, nos fuimos yendo a nuestras casas. Conscientes de
haber cumplido con nuestras obligaciones vecinales y con el orgullo de conocer
en propia carne la solidaridad que se esconde en esta comunidad.
No
tengo motivos que justifiquen
mi desdén por las ranas
pues me he pasado la vida coleccionando charcos.
Además,
silencios de trompetas,
ventiladores averiados,
necrológicas de mis muertes
y la ausencia de pum de los cohetes
mojados o defectuosos de serie.
Colecciono,
también, nubes abstractas,
películas sublimes que no entiendo,
pecados mortales de pensamiento,
exposiciones de fracasos anónimos
ungüentos contra los ungüentos
las claras de la mañana
las yemas de tus dedos
tercas persianas que no bajan,
y las escaleras que no suben
por falta de deseo.
Amo
también elementos
que ni colecciono ni poseo
como esas casas señoriales
del centro de las ciudades
con fantasma, entrada de carruajes,
gas en todo el edificio
aseguradas contra incendios,
y en donde en los carteles de venta
dicen que la razón la tiene el portero.
Una
de esas casas vacías
que si estuvieran en París
y las alquilara Marlon Brandon
se convertirían en un género,
una obra maestra de muerte y sexo.
Ya
desde niño me parecía infausta la posibilidad de llegar a los cuarenta.
De adolescente era una frontera, como la pérdida de la virginidad. Por eso no quiero cumplirlos, por eso no cruzo la acera
Los
50, una maravilla. como el barroco de tu vientre
o el perfume de tu aliento a jazz.
Los 60, un poco de vértigo. como un océano desde la orilla
como un bombardeo por la paz.
Los 40 son una mierda
lo saben todas las chicas que los huelen en la niebla.
Serrat que burla el mal fario
dijo que fa vint anys que tinc vint anys *
por no escupir al calendario.
Pensaréis
que soy exagerado
pero a partir de los 50 o 60
se es un hombre maduro o sabio.
a los 40, un joven caducado.
Puedo
jurar y juro sin pena
que moriré con 39 de fiebre
-en la edad y en las ganas-
y sin cumplir
- ni en tarta ni en hospitales-
la maldita cuarentena.
Nunca
le cuento a nadie
si me acaban de sajar el corazón.
Ni
creo que jamás lo haga.
No me gusta joder el día a los amigos
que carecen de bálsamo o alivio
porque los que más quiero
están más descosidos que yo.
Además
no se olvida el doble
cuando se emborrachan dos.
Tendrían
que ponerse bata blanca
para realizar ese trueque absurdo,
como cuando de niño vas al médico
y te dan un palito de madera
para perdonar una puta inyección.
No
niego que me robó una novia un fiel amigo gay después de que ella me engañase con otra.
He
visto a la gente insultar
a los que abogan por sus derechos
y aupar hasta el poder
a los presuntos.
Los
pobres son de nacimiento sospechosos
y cuando crecen culpables.
Los
ricos son por genética ladrones
y, cuando les aprueban Derecho, presuntos.
Con
estas vacunas
hay quien es de natural impertérrito
y puede tomar el té durante terremotos.
Pero
es que yo no aprendo, coño, no aprendo.
Tropiezan
mil veces las piedras conmigo, el mismo tipo,
y da la impresión de que los minerales no tienen memoria.
Todavía
blasfemo
con la firmeza de un teólogo
cuando me hace pupa
un desplante,
un desamor,
un desvergonzado hiriendo
a un desheredado
cualquiera,
mi prójimo.
No
estoy curado de espanto
y, para más inri,
mi doctora parece que tampoco.
No
consentiré
que utilicen en vano tu nombre para vender una idea caduca,
o coloquen tu aliento entre la nube venenosa que nos impide ver el cielo.
Estoy
en condiciones de ofrecer bien poco,
pero no mentiré poniéndote por testigo
ni pisaré la nieve sobre la que moldeas tu invierno.
ni volveré a recrearme en la luna cuando se desnuda
ni negaré tres veces a la sombra de tu pelo.
Estoy
en condiciones de ofrecer bien poco
más no permitiré, amor,
que se atrevan a colocar tu retrato en las puertas de los taxis,
o que talen los castaños en cuya corteza grabé nuestro pacto.
Estoy
en condiciones de ofrecer bien poco
pero con mucho menos concluí con brillo un mediocre relato.
Pocas
páginas del libro de mi historia
ocuparon y no aparece su nombre
en el índice onomástico de mis verdades y mis leyendas.
Siempre
me acuerdo de ellas
cuando veo a esas mujeres
que
llevan un corazón entre el hielo,
por el pasillo de un aeropuerto
entre sala y sala de espera,
para coser un latido a un pecho.
Un
órgano
desahuciado de un cuerpo
y que va de la vida a la vida,
-sin presente de indicativo-
pero con todo el futuro
que ya no le queda a un muerto.
Siempre
me acuerdo de ellas,
de esas mujeres a las que los aviones esperan.
Mujeres
de zona de tránsito
con toda la urgencia de ida,
con el anonimato de vuelta.
Poca
arena compartimos
del reloj de los afectos
y sin embargo, sin vosotras,
no me concibo ni entiendo.
En mis películas
imprescindibles
que muy pocas veces cuento
hay actrices secundarias
que sostienen
con más magia que texto
-incluso a su pesar-
la parte central de mi argumento.
Ayer
me vino al recuerdo tu cara y hasta tu nombre
y aquel día en que nos disputamos una mujer
a la caída del plomizo sol de una pasión de verano. Y también me vino esa rabia a destiempo que guarda el pistolero por no haberse detenido en un suspiro para ser más lento porque mejor muerto que asesino. Y porque ganar -lo aprendes tarde- puede ser el más cruel de los castigos.
Cuando
las muchachas salían huyendo desnudas
del territorio virgen de nuestras conversaciones
gocé del privilegio de tener amigos. O sea, conocí que tenía límites además de picores y granos.
Cuando
las muchachas huyen vestidas de los sueños
al sur del río sin norte que desciende con aguas turbias
y en sus meandros nadie se detiene a tomar un baño,
los amigos van desapareciendo y gozas del privilegio
del vértigo del águila y la soledad del caracol.
Hay
límites, amor, pero ya no están lejos sino dentro.
En
un lugar entre el corazón y los nudillos de los dedos.
Un sitio del que no importa el nombre
pues carece de futuro
y no acuden forasteros
y hay asambleas de buitres en su contorno.
Un
lugar en el que das dos pasos para estar en el mismo punto.
En ese paraje conviene haber abierto una mina
en tus entrañas pues todos los descubrimientos
están donde las semillas y la veta del comienzo.
El
fervor es una memoria del fervor
y la vida es un lago
sobre el que gravita la leyenda de que habita un monstruo
que nadie ha visto pero todo el mundo conoce.