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sábado, 20 de junio de 2015

Somos una escalera




      A las 7 de la mañana del 13 de marzo, Mireya Arroyo, la chica colombiana que nos friega la escalera, encontró en el rellano del cuarto piso, a la orilla del ascensor, el cadáver descuartizado del vecino del ático, en medio de un inmenso charco de sangre.
Nos despertó su grito desgarrador y desmedido, sobre todo proviniendo de alguien que viene de donde viene y en donde pasa lo que pasa.
La policía no ha detenido a nadie, pero no recuerda un caso en el que hubiera tantos candidatos con motivos suficientes para eliminar a alguien o por lo menos para desearlo.
El vecino del ático, sin que se le pudiera calificar directamente como escoria, es uno de esos tipos a los que nadie daría la espalda confiadamente sin tener al día la póliza del seguro de vida. Sólo llevaba en la casa dos años pero había sido tiempo suficiente para tener constancia de su calaña. Si es verdad que al infierno se va por méritos adquiridos, este cabrón se ganó la plaza en esta casa.
Debía varios recibos y se pasaba por el forro los reiterados avisos del presidente. Sus vecinos de rellano estaban hartos de sus continuos desplantes y groserías y, sobre todo, de su manía por poner a Los Chichos y a otros gitanazos a todo trapo, ya fuera a la hora de la siesta o en la madrugada, cuando terminaba el programa de José María García, que, generosamente, nos hacía escuchar a todos los vecinos. Este hombre no compartiría los gastos pero con las aficiones era muy espléndido.
Eso por no mencionar lo de borracho. Aquí a nadie nos importa lo que hace nadie, que cada uno es muy suyo de hacer con su cuerpo y su vida lo que quiera, pueda  o le dejen, pero con respeto a los demás. Que la libertad de uno termina donde empieza la de los demás, como bien dice don Mariano, el maestro jubilado del 2º-B. Así que cada uno beba lo que le quepa. Pero no más, porque luego  sueltas el vómito en el ascensor y en el portal como nos tenía acostumbrados. O le orinas el rosal –lo que ya son ganas de joder- a la señora Rosario, la jubilada del Bajo- B, que no tiene llorado la pobre mujer con las meadas de este sujeto.     
- Parece obra de un profesional sin entrañas. Pero hay un exceso de móviles. – exclamó pensativo el inspector de primera, Primitivo Fernández -
         La policía nunca encuentra el termino medio y no hay crimen que sea de su gusto y agrado. Se cabrean por exceso y se mosquean por defecto. Si hay pocas evidencias, el asunto está oscuro y si hay demasiadas, está sospechosamente claro. Luego, acaban por utilizar la vieja costumbre de investigar a quien pueda sacar beneficio de un delito y se complican la vida. Como si no tuvieran aprendido con lo del País Vasco. 
El vecino del ático era un hijo de puta.
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Ayer, jueves, 14 de abril, tuvimos reunión de comunidad y tras la discusión rutinaria y precipitada sobre los temas del orden del día, pasamos a ruegos y preguntas.
La discusión se centró, ante la contrastada falta de eficacia policial, en la confesión o, en su caso, delación de la persona que había cometido el crimen, si ésta era un propietario o inquilino de la finca.
Protestó, don Justino, por no entender  que se relegase el importante tema de la reparación de la antena del tejado por el  asunto -en sus palabras- “del justo final del cerdo del atíco”.
Le prometimos que se vería el tema de la antena en la próxima reunión, pero que la resolución del suceso del 13 de marzo era prioritaria, al tratarse de un asunto de conciencia y  una circunstancia penosa que tenía a toda la comunidad en la desazón de ser colectivamente presuntos asesinos.
Así que el tema se abordó y, para sorpresa del administrador, la comunidad en pleno, uno por uno, nos fuimos derrumbando y confesamos, entre sollozos, la autoría del asesinato.
Fue, como casi todas las reuniones, un espectáculo deplorable que puso en evidencia la calidad de género de los que compartimos esta escalera. Nadie tuvo orgullo para confesar su culpa con dignidad y mirar desafiante al resto, como hace  Jack Nicholson en el cine. Somos gente normal. Aquí todo el mundo, llora, moquea y se humilla, sea por el impago de un mes, por un reproche con las cuerdas de la ropa o por un simple crimen.  Forma parte de nuestro hecho diferencial.
El administrador de fincas titulado intentó poner una pizca de cordura:
- Coño, pero si todos tienen coartada - exclamó con una mueca entre burlona y de estupor -.
Esta juventud de hoy en día está dominada por el cerebro y no escucha al corazón. Demasiados años de estudios inútiles, a base de tests, les han dado una visión del mundo de sota, caballo y rey, y creen que todo lo que ocurre obedece a las leyes de la lógica. Debe ser porque ni se casan ni se comprometen, y así les va. Encima, el tío se permitió añadir que si no deberíamos dejar a la policía hacer su trabajo. Otra muestra más de la inmadurez de esta generación, que deposita en el Estado todas las obligaciones del individuo. ¡Se van a enterar después del 11 de septiembre!
Con todo, la nota más patética de la reunión, la puso Vanessa. Bueno, ella en realidad se llama Atilana, como consta en el buzón de correos y bien sabe su familia de Zamora, pero para el trabajo que realiza ahora y para el que se anuncia en los periódicos, le pareció más comercial, Vanessa. Y así nos hace llamarla desde seis meses después de enviudar, hará ya tres años por el día de la Constitución, el 6 de diciembre.
-         No me quedó más remedio que hacerlo.- dijo entre pucheros que se fueron convirtiendo en un mar de lágrimas-. No podía arrastrar la vergüenza de que me hubiera, de que me hubiera…¡ultrajado!
-         A usted la ultrajaría señora, que ni sé lo que es ni me importa, pero a mí me estaba quitando la vida día tras día. Eso sí, tengo el atenuante de defensa propia.
Pocas veces habíamos visto a Manolo tan descompuesto. En la reunión nos relató que, aun conociendo su enfisema pulmonar, o tal vez por ello, el desaparecido encendía un cigarro cada vez que el ascensor los reunía y le iba echando el humo a la boca mientras le espetaba en la cara:
- Qué  ¿no lo echas de menos?  
La verdad es que los motivos de todos eran de peso. Cada uno sabe donde le aprieta el zapato y donde duele lo que le duele. A mí me impresionó especialmente lo del chico del pendiente.  Carlitos, que así se llama el nota, es un chavalote que vive en el 1º C y que, desde que le pusieron en la calle del taller en donde era chapista, se gana honradamente la vida distribuyendo unos productos marroquíes que se fuman y que tienen mucho prestigio entre la juventud del barrio. El chico tiene sus cosillas y se rodea de gente con muy malas pintas, pero es un minorista comercial que nunca ha hecho mal a nadie. Todo lo contrario, favores le debe la gente. Pues bien, el fiambre le birlaba el producto de su trabajo y le amenazaba con irse de la lengua, supongo que se referiría a escupirle o vaya a saber usted qué. “Asqueroso camello”, creo que dijo Carlitos que le llamó, como a si uno le insultasen por lo animales típicos del país con cuyo género de exportación se gana el sustento. ¿A mí que me llama, vaca?
La noche avanzaba y cada agravio era superior al anterior y todos, cada uno a su manera, habíamos coleccionado motivos que justificasen nuestro lamentable y sangriento proceder.    
Al final, tuvimos que recurrir a la votación, que no hay nada como el sistema democrático para zanjar las tomas de posturas colectivas, y aceptamos la propuesta de doña Lourdes que tiene un estanco y sentido común.
 Elegimos por unanimidad a Rita, la mujer del finado. No en vano, el cabrón del muerto la pegaba hasta dejarla el escaparate hecho un cromo. Si alguien se lo merecía era precisamente ella. Además, y bien mirado, así todo quedaba en casa.
Levantamos acta y, mientras el Administrador marcaba el 091, brindamos con sidra a la salud del fiambre.
Tengo que reconocer que se me escapó una lágrima al besar a la sorprendida viuda. No la abracé porque, con ese  escote que tiene, alguno hubiera pensado  lo que no se tiene ni que imaginar.
A mí - que le voy a hacer si soy un sentimental - estas reuniones de vecinos me conmueven. Y es que en esta sociedad de individualismo y de falta de valores todavía quedan reductos en donde florecen primaverales los viejos símbolos colectivos.
Lo que no fui capaz de comprender fue lo mal que encajó nuestra decisión la beneficiada. Primero, se le puso una mueca de estupor como si le estuviéramos gastando una broma. Luego se le fue descomponiendo el rostro que mostraba un rictus en el que se mezclaban el pánico y sorpresa. Cuando llegó la policía y la entregamos, entre felicitaciones y parabienes, se revolvió de los agentes y, con un gesto de desprecio y rabia nos espetó:
-         Estáis todos locos. Como me podéis hacer esto  mí. ¡Sois unos hijos de puta…!
Nos quedamos de una pieza. La señora Rosario, siempre poniéndose en el lugar del débil, dijo que la chica llevaba poco tiempo en la casa y se sorprendía de la familiaridad de los vecinos, para terminar justificándola: “Además la pobre, viviendo con quién vivía, no está habituada al buen trato”.
-         Eso es, señá Rosario, usted lo ha clavao. – sentenció Carlitos-
Y es que, como dijo Borja, que trabaja en la asistencia social de la parroquia: “cuando se viene de un medio desestructurado y no se ha gozado de las ligaduras y los vínculos del afecto, hay un desequilibrio emocional que te impide ser receptor de los lenguajes positivos y del mismísimo amor”. Este Borja, dirán que pierde aceite y tal, pero desde luego habla como dios.
-         Cada mochuelo a su olivo. – dijo imperativo don Mariano.
Y, poco a poco, nos fuimos yendo a nuestras casas. Conscientes de haber cumplido con nuestras obligaciones vecinales y con el orgullo de conocer en propia carne la solidaridad que se esconde en esta comunidad.




Ustedes se preguntarán quién soy yo. Eso da igual, no tiene relevancia. Digamos que soy el carnicero que vive en el 4º-D, que tengo coartada, y que soy uno más del alma que habita en torno a una escalera.  Somos una familia.
© Mariano Crespo


                                        

1 comentario:

  1. Muy buena historia, no siempre tenemos por qué soporta al despreciable de junto...

    No soy mucho de las poesías últimamente, pero éste cuento me gustó.

    Nos leemos.

    Saludos

    J.

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