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lunes, 27 de enero de 2014

Blanco y negro



Los amigos que saben
de mi fobia al clero 

no terminan de aceptar
por qué no soy ateo. 


Apelan entonces al atajo 
de mi juventud de novicio
y a que el hábito 
conforma carácter
como la costumbre, 
los horarios
o el desahogo rutinario
de la noche de los sábados.
 

Se equivocan
por completo.

En aquel templo
yo carecía de fe sin saberlo.
 
Como he sido criminal de guerra 
en algún perverso deseo.
Se equivocan 
porque yo he conocido guerreros pacifistas
y monjes sin dios.
He conocido incluso, créanme, 
sabios 
que tenían título universitario
con su diploma en marco.


Con el criterio centrípeto de los grandes credos 
creen que negar la existencia de dios 
es negar la del hegemónico.
Cuando los dioses
no habitan en el cielo
sino en la guía de teléfonos.
 

Cuanto más universales somos más provincianos. 

Yo creo. 
Creo en las tormentas y en los amaneceres
en ti, amor, 
y en mi deseo. 

Creo en San Juan de la Cruz 
y en el gregoriano.
en la teología de la liberación 
y en la risa 
y en el orgasmo
que da color a la amapola
y afina el piano.


No tengo fe en la apostasía 
porque tampoco creo en los certificados. 

Y he visto algún milagro.

Hace muchos años 
iba a la iglesia 
a esperar que terminase su trabajo 
el cura
que era mi amigo. 
A veces, llegaba a tiempo 
y contemplé el espectáculo 
de como la más vieja de las feligresas 
enferma de un avanzado Parkinson 
transportaba las vinajeras hasta el altar 
con el tintineo de los cristales 
que nos llenaba de una tensión 
de una incertidumbre 
sin redoble de tambores. 

Creo en el dios 
que hizo que jamás se derramase 
ni el vino 
ni el agua 
ni que nunca robase 
el yonqui de mi calle 
que fue deshilando su vida
mientras hilaba artesanía,
ojeras y hambre.
 

Yo creo. 
Creo en las tormentas y en los amaneceres.
En ti, amor, 
y en mi deseo.



Pero no, no soy ateo.

Porque si no le tengo fe al blanco 
que me obliga a afirmar el negro. 

No tengo fe en la apostasía 
porque tampoco creo en los certificados.
Lo que sí tengo es
amigos sacerdotes
y una radical fobia al clero.



© Mariano Crespo





                                






                           

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