El hombre que navega, vuela o pasea
se detiene como por algo pactado en otra era
y amarra su tiempo a un desvalido que se le asemeja.
Da tibieza a la mano que quedó fría
desde que tiene el hueco la del que le montó en la noria,
en la barca o con el que daba la vuelta a la manzana.
Coge los cinco deditos de la criatura
y engaña a sus miedos para subir a la noria,
compensa su tenue peso sobre la barca
y, para que se pueda imitar, reduce la zancada.
Tal vez un día volveré a alzar el vuelo,
levar el ancla o recuperar los pasos perdidos
en mi destino hacia el oeste de ningún mapa.
Pero mis manos estarán huérfanas,
gélidas, con dos huellas ausentes
de recibir y dar el testigo del mar, el aire y la tierra.
Esas manos que dejaron de ser una lapa.
© Mariano Crespo
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