En Nueva York conocí a un madrileño
que me confesó, en una cena con neoyorquinos,
que lo que más le gustaba de Madrid era el puerto.
Alabé su gusto
y brindé a su salud,
-con vino madrileño de Logroño,
California, o Burdeos-
bendiciendo que, en la capital de una civilización,
uno podía inventarse una biografía
y hasta diseñar su ciudad de nacimiento.
Eran otros y hermosos tiempos
en donde perderse,
reinventarse,
era una posibilidad, no un sueño.
Hay noches en que se me aparece
la línea del cielo
del Parque del Oeste
con el Mediterráneo detrás, sereno.
© Mariano Crespo Martínez
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