Durante mis años mozos,
antes de la invención del abono-transporte,
no estaba a mi alcance
escapar con asiduidad
del barrio del caos en el que fijé mi residencia
en la tierra de nadie.
Rescato para el presente efímero
ese amasijo de pasiones sin horario
con el propósito de presentarles
a un poeta que vivía en México
y fue mi guía de destierros
hasta el día de mi temprana primera muerte
y de su doloroso entierro.
La historia diminuta
de dos vencidos con un mar por medio.
León Felipe me hizo escribir mis primeros versos.
El poeta que huyó del sapo Iscariote,
el caballero andante
que no tenía casa solariega y blasonada,
el paria que ni siquiera tenía una capa,
me relató, como nadie, la lástima.
Por él llegué a Alonso Quijano
y entendí a Cervantes
con su cara de funcionario preso,
y el brazo sano de genio.
Por él me hice romero.
Supe, por él, por sus poemarios,
que dios vive lejos del templo
y, apostando por el respeto a los muertos,
deseché la burda idea de ser sepulturero
o de rezar como el sacristán viejos los rezos.
Mi vida limitaba al norte con un poeta viejo, sordo y feo.
Han pasado bastantes libros por mis manos
pero, aun hoy, tengo depositada
en el sabio zamorano, la desconcertante fe del ateo.
© Mariano Crespo Martínez
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