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jueves, 3 de marzo de 2016

Estéticas


A mis adversarios, por su involuntaria complicidad.

Asíduamente me preguntan
qué no me gusta en poesía.
Asombra que conteste 
que, a menudo, yo mismo. 

Y no es por quedar elegante.
Digo lo que siento 
por dos razones
que, con el paso de los años, 
se convierten en finales
- los últimos principios- .
Ese catecismo privado 
que hemos escrito cada noche 
y que guardamos en una urna 
con un martillo de caramelo 
y un cartel que dice:
incéndiese en caso de incendio.

No me gusto a mí mismo 
como elixir para corregir el rumbo.
En los supuestos errores ajenos 
no tengo ni culpa ni remiendo.
 
No me gusto a mí mismo 
porque sé cuando el intento 
de que tomáramos juntos 
el Palacio de Invierno
concluyó en un texto frío, 
en un panfleto sin flores,
en una sesión de pornografía, 
en donde quise alzar un templo. 

No me gusto a mí mismo 
porque confundí divulgar, 
escribir sencillo,
con pregonar a la gente 
que son estupendos 
y yacerían con mil vírgenes 

-o serían eternas como diosas-
si, además, compraran mi libro. 

No me gusto a mí mismo
cuando omito el punto central 
de la profecía que me dictó
un heraldo de la belleza, 
optando por un texto más correcto,
menos invadido de veneno. 

No me gusto a mí mismo,
más que nada, 
más que por todo, 
cuando capto en un verso fallido 
que no rocé, que no toqué pelo, 
de ese lugar que mis lectores 
saben que, si me la juego, llego.

Para lo que hacen los demás 
tengo, primero, respeto, 
y siempre curiosidad 
porque ven lo que yo no veo,
y arden en otros incendios.

© Mariano Crespo


1 comentario:

  1. Comparto la idea de tocar pelo y llegar, como una necesidad metapoética. Y es bueno que nos enseñen la puerta de salida cuando nos excedemos en llegar, o que nos tomen el pelo cuando creemos haber llegado. No es la pretensión en si, sino dejar claro que la escritura no es la finalidad de la obra.
    No gustarse a uno mismo es natural, si hay demasiada convivencia y oportunismo por parte de nuestro ego.

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