Los amigos que saben
de mi fobia al clero no terminan de
aceptar
por qué no soy ateo.
Apelan entonces al
atajo de mi juventud de novicio y a que el hábito conforma carácter como la costumbre, los horarios
o el desahogo rutinario
de la noche de los sábados.
Se equivocan
por completo. En aquel templo
yo carecía de fe sin saberlo. Como he sido criminal de guerra en algún perverso deseo. Se equivocan porque yo he conocido guerreros pacifistas y monjes sin dios. He conocido incluso, créanme, sabios que tenían título universitario
con su diploma en marco.
Con el criterio centrípeto de los grandes credos creen que negar la existencia de dios es negar la del hegemónico.
Cuando los dioses
no habitan en el cielo
sino en la guía de teléfonos.
Cuanto más universales somos más provincianos.
Yo creo. Creo en las tormentas y en los amaneceres en ti, amor, y en mi deseo.
Creo en San Juan de la Cruz y en el gregoriano. en la teología de la liberación y en la risa y en el orgasmo que da color a la amapola
y afina el piano.
No tengo fe en la apostasía porque tampoco creo en los certificados.
Y he visto algún milagro.
Hace muchos años iba a la iglesia a esperar que terminase su trabajo el cura que era mi amigo. A veces, llegaba a tiempo y contemplé el espectáculo de como la más vieja de las feligresas enferma de un avanzado Parkinson transportaba las vinajeras hasta el altar con el tintineo de los cristales que nos llenaba de una tensión de una incertidumbre sin redoble de tambores.
Creo en el dios que hizo que jamás se derramase ni el vino ni el agua ni que nunca robase el yonqui de mi calle que fue deshilando su vida mientras hilaba artesanía,
ojeras y hambre.
Yo creo. Creo en las tormentas y en los amaneceres. En ti, amor, y en mi deseo.
Pero no, no soy ateo.
Porque si no le tengo fe al blanco que me obliga a afirmar el negro.
No tengo fe en la apostasía porque tampoco creo en los certificados.
Lo que sí tengo es
amigos sacerdotes
y una radical fobia al clero.
Hay besos que saben a vísperas de todo. Besos que son un ultimátum a la paz de los cementerios, a la calma chicha del olvido.
Besos como una tormenta en un vaso de vino.
Hay besos, cómo deciros, que te estallan en la línea de flotación del herrumbroso barco de la madurez y retornas al niño que timoneaba una cascara de nuez cuando acababa el bocadillo.
Hay besos que suenan pum, pum y pum con los colores de los fuegos de artificio.
Hay besos que fundan una patria a los extrañados de sí mismos.
Hay dioses de carne
y emociones
a las que recuerdo a mi vera
los días de espanto
y decepciones. Los domingos de
gloria
que anochecen viernes santo. Cuando se cena sopa fría y
desaliento y se blasfeman los dolorosos del rosario.
El velatorio sin anís y sin tabaco,
el desahogo en ausencia de deseo,
el rito del dolor de los corderos
sin incienso
y sin misterio.
A solas con el miedo.
Mi sombra son
esas personas cuando la luna me reta a los ojos porque ha mojado sobre llovido
y da pudor poner el llanto
al hombro extraño de un mendigo.
Y acude la risa a la asamblea
porque, cual magos,
sus conjuros
convierten en comedia mi calvario.
Ajusto la blindada sonrisa al orificio expansivo de la boca. Armo la piedad sobre el azul acero de los ojos. Me encamino a la batalla cotidiana contra el dragón que exhala cenizas y cadáveres de rosas.
Al amparo de la luna he dejado mi fragilidad y las inciertas dudas.
Desde hace un tiempo impreciso oímos el ruido de su trayectoria pero no sabemos cuándo explotará, ni si lo hará, ni si lo hemos lanzado ni siquiera si hace frío.