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lunes, 4 de julio de 2011

El mar es inmenso

FRAGMENTO DE UNA NOVELA INÉDITA




A koncha lois, a quien tanto debe Cantabria
Y a Paloma Masa a quien tanto debo yo.



En mi barrio había pocos hechos diferenciales, y casi todos por negación.

Pero uno de ellos, de los que marcan carácter, no lo cumplía. Yo había visto el mar.

Esta particularidad me confería un toque distinto y cosmopolita al que sacaba mucho partido en las conversaciones con la tropa.

- ¿Cómo es de grande el mar?
- Inmenso.

Cuando mis amigos me preguntaban por la extensión marina yo adoptaba el aire displicente de quien ha podido observar un fenómeno iniciático, de imposible explicación por su grandeza, y daba una respuesta parecida a las de don Isidro, el coadjutor que mejor habalba cn dios, cuando se le demandaba una profunda cuestión teológica.

Mi experiencia marinera se la debía precisamente al buen fraile de cuando mis comienzos en el oficio de monaguillo.

- ¿Tú querrías ver el mar hijo? – me sorprendió una mañana mientras le ayudaba a despojarse de las prendas del misterio-

- No sé si me dejará mi madre.

A mí cuando algo me sacaba de mis esquemas recurría a la autoridad paterna para salir del embrollo y ganar tiempo.

- El mar es inmenso, inconmensurable, seguro que te va a gustar.

Don Isidro se encargó de hablar con mis padres que recibieron la noticia con el escepticismo y la desconfianza de los que están acostumbrados a vivir en un mundo en donde nadie da duros a tres pesetas. El mundo del gato encerrado, al que se le buscan los tres pies o los cuatro.

- Don Isidro, usted sabe que nosotros somos gente humilde.
- Tranquilos, dejadme hacer, que si Dios quiere esto no os costará nada.

Y mis padres dejaron hacer al curita.

Aquel espacio de tiempo en el que don Isidro estaba haciendo maniobras secretas, quizás milagros, se convirtió en uno de los más azarosos e inquietantes que guardo en mi recuerdo. Por las noches no lograba conciliar el sueño pensando en eso.

Eso tan inmenso, inconmensurable, al que daban el nombre del mar y que, en mis angustias mezcladas con deseos, era como el Dorado, algo tan inabarcable y mágico que concitaba en la misma proporción las ganas de ir y el miedo a que fuese cierto.

El mar era lo desconocido, lo oculto, una altura desmesurada que, como todo precipicio, además de procurar la belleza llevaba consigo el vértigo.

Años más tarde descubriría que el placer, que el amor, tenía mucho de aquello, de mar abierto, con su hermosura y su miedo. Y que si se le va la mano en dulzura, cuando se ahogan los relojes en la fosa común del tiempo, te empieza a besar la muerte como quien navega en mar por un mar negro, sin viento.



Así que, en aquel inacabable espacio de tiempo, yo aprendí a coger miedo a mis deseos. Tenía que estar exultante porque iba a ser un privilegiado y, sin embargo, estaba temeroso e inquieto.

- El niño se va a ir a ver el mar.
- Todavía no es seguro.
- Bueno, habrase visto la cara que pones, parece como si no te apeteciera.
- No, no es eso. Es que todavía no es seguro y por si acaso no lo pienso.

Las gestiones del buen fraile tuvieron éxito y la casa se lleno de una actividad frenética que me lleno de inquietud y desasosiego. Lo único bueno de aquellos locos preparativos de viaje fue que a pesar de que mi madre me llevó al Centro, al Corte Inglés, para proveerme de calcetines, calzoncillos, jabones, toallas y miles de objetos como si me fuera a un largo destierro, mi madre me compró, del blanco radiante el objeto de mis sueños.

De vuelta a casa llamé a Pedro, mientras el se llegó hasta mi cuarto yo, inusualmente rápido, me fui desvistiendo y me coloqué mi albornoz nuevo. Pedro se quedó junto al quicio de la puerta con el rostro arrebatado y serio.

- Jo, que envidia, te pareces a Luis Folledo.

No se si Luis Folledo viajaba por Caritas, pero este fue el sistema por el que yo, tras la hábil mediación de don Isidro, inicié mi aventura de explorador hacia lo desconocido.

Salimos de la Estación del Norte, a las seis de la tarde, en un tren de madera. tan viejo que a mi me parecía que hasta el mar no aguantaba sin desmembrarse o prenderse fuego.

Un tren que se parecía a uno que yo había visto en el cine del barrio, en una película que se titulaba “Los hermanos Marx en Oeste”, con la que nos reímos mucho la tropa en una escena delirante en la que Groucho gritaba “mas madera que es la guerra” alimentando una maquina de vapor al borde del desastre.

El vagón era un bullicio de gente desconocida que, a base de guerra con las sobras del bocadillo, fueron intimando. Está visto que los conflictos son el preámbulo para el inicio de la camaradería. A mi me producía un pavor nuevo ese escándalo sin la presencia de ningún rostro conocido. Me fui refugiando en un rincón al lado de un rostro tan perplejo como el mío.

- Hola me llamo Eliseo y soy de Vallecas.

Tenía la certeza, aun sin más palabras, de haber encontrado a un amigo. Me quedé pensando en lo extraña que resultaba la vida. La gente de Vallecas eran nuestros enemigos naturales y fronterizos. Hicieron historia nuestras heroicas batallas a pedrada limpia en la frontera de Tajamar en donde, el año anterior, yo había tenido mi bautismo de sangre, de un certero cantazo en la frente, en el marco de una brea sin cuartel que, todo hay que decirlo, perdimos. Bueno, Manolo lo definió mas certeramente, dijo que habíamos efectuado una huida estratégica.

Y ahora en la penumbra del vagón, paradojas del destino, mientras la noche caía al trantrán mortecino del tren, yo estaba en el mismo rincón agazapado con quién bien pudo haberse convertido en mi asesino. Según me ganaba el sueño deseaba, pese a la hostil incomodidad del banco de madera, que aquel viaje fuera eterno. Cuando se espera lo desconocido, lleno de sombras y fantasmas al acecho, la incomodidad conocida se vuelve familiar y uno no desea que se la arrebaten, con el temor infundado de que cualquier cambio puede ser para peor.

Sería tal vez, porque no tengo recuerdo de que el gordo de Navidad nunca hizo posada en el barrio.
No me pregunten cómo, pero me dormí, me venció el sueño. Un amanecer de olor extraño, raro para mi no viajado olfato, me fue despertando. Me inquietó observar por la ventana del tren un paisaje hermoso por desacostumbrado, con árboles de un tamaño desmesurado que nada tenían que ver con los olmos rusos recién plantados por la inmobiliaria del barrio. Me atrapó la desazón por si estábamos llegando al inquietante mar y pregunté a un monitor que atravesaba el pasillo.

- ¿Estamos llegando al mar?
- No, chaval, todavía queda un buen trago.

Y tanto. A la una de la tarde estábamos en la estación de Santander y el mar no daba señales de vida. Allí con bastante desorden nos metieron en un autocar en donde al doblar una esquina estaba un horizonte azul, el mas grande charco de agua que imaginarse pudiera nadie.

- Mira Eliseo, el mar.
- Es inmenso.

En Vallecas, lo acababa de comprobar, tienen la misma forma de expresarse.
El viaje hasta Noja, lugar de destino de aquel manojo de niños pobres, se nos fue mirando ansiosos por la ventana, enfadados porque en algunos recovecos de la carretera perdíamos de vista el charco grande.

Eliseo y yo, como estaba cantado, nos hicimos compadres. Compadres era una expresión que Eliseo había oído en el cine en una de “Cantinflas” y que a él le pareció adecuada para definir nuestra relación que, en otra geografía distinta, nos hubiese convertido en enemigos potenciales. Juntos bajábamos todos los días la playa y junto nos hicimos pescadores. Lográbamos atrapar artesanalmente en la orilla del mar unos peces diminutos que nos llevábamos al cuarto en botellas de vidrio para asistir, cada mañana, al lamentable espectáculo de verlos flotar muertos en medio de un olor fétido e intensamente desagradable.

Pensamos, tras lo primeros fracasos, que se trataba de falta de alimento e, ignorantes de qué se alimentaban los peces pero generosos de corazón, les dábamos las sobras de nuestras meriendas. Seguían muriendo y no nos resultaba extraño pues lo sorprendente era como nosotros íbamos sobreviviendo a las dosis letales de cuatro tomas – desayuno, comida, merienda y cena- de un potente veneno. Abandonamos pues nuestra empresa de piscifactoría y nos dedicamos a lo que en Vallecas también era una costumbre enraizada como lo fue desde tiempo inmemorial en nuestro propio barrio: la competición deportiva en forma de simulacro.

A falta de chapas y otros elementos necesarios para las prácticas habituales descubrimos en las paredes de adobe de aquel pueblo, un elemento nuevo al que con gran ingenio le encontramos posibilidades competitivas. Sobre los muros marrones de Noja proliferaban, como un pueblo que cobijase a otro pueblo, inmensas colonias de casas de un solo habitante. Urbes extensísimas de caracoles que al sol sacaban los cuernos. Aquel inquietante animal, del que solo sabíamos de su existencia por las tediosas clases de ciencias naturales, nos sirvió para ocupar nuestras tardes en apasionantes carreras para las que nadie diría que el bicho estaba dotado.

Cada uno fuimos seleccionando a los que parecían los de más pura raza entre las paredes salvajes y, luego, los adiestrábamos con técnicas que fuimos inventando para mejorar su rendimiento y evitar su tendencia a la pereza y para suplir la falta que tenían de raza y coraje. Les lanzábamos agua, cuando a mitad de la carrera arrojaban la toalla y se guarecían cobardes. Les empujábamos, les jaleábamos y nos cagábamos en su madre.

Poco a poco fuimos convirtiendo a aquellos pacíficos y abúlicos animales en unos atletas que nos pudieran resultar rentables.

Y es que acompañábamos aquellas carreras, cuando logramos completar unas cuadras competitivas, con apuestas que bien administradas nos fueron procurando galletas, chocolate, canicas y algún que otro objeto con el que esquilmábamos a incautos apostantes. Un material, sobre todo el alimenticio, que devino importante para lograr paliar la hambruna que la comida escasa y horrible de la residencia nos provocaba. No hacía falta sino recordar sus efectos sobre los pobres peces.
Acostumbrados a la presencia del mar, Eliseo y yo fuimos convirtiendo el patio de la residencia en un lugar habitable como lo era el barrio de cada uno antes del destierro estival. Ambos nos habíamos llevado entre el ajuar imprescindible de nuestro arriesgado viaje los cromos de la misma colección que aquel verano tenía un éxito incuestionable: los cromos de los mundiales de fútbol. Como con el paso del tiempo nos habíamos convertido en dos tahures del Missisipi utilizábamos nuestra colección para jugar a la banca.



Consistía tal juego en elaborar dos montones iguales de cromos que, una vez barajados diestramente, se procedía a tentar a la suerte y elegir uno de ellos por su reverso. A la vez se realizaba una apuesta – diez cromos, quince, veinte- que, en condiciones normales, ganaría el número superior con que estuviera marcado el cromo, pero como esta colección carecía de numeración, decidimos que el ganador sería el que apostase al nombre del jugador que más letras tuviese.

Esto abría un amplio abanico de posibilidades que tenía dos extremos. El cielo se llamaba Kang Rioom Boong, que jugaba en la selección de Corea. El infierno se apellidaba Re, un jugador paraguayo del Español de Barcelona, con el que seguro palmabas. Entre las desdichas pequeñas se situaba el defensa español Sol y el delantero argentino Más. El mejor de los españoles era el reserva de Iríbar, el portero del Real Madrid, Bethancourt y Zoco era la línea de flotación bajo la cual se situaban los desastres.

Eliseo y yo jugábamos de mentirijillas pero convertidos con los demás en jefes de casino pudimos esquilmar a algún que otro grupo de incautos de objetos de primera necesidad que nos fueron de gran utilidad para hacer más liviano nuestro encierro.
Con el mar, Eliseo y yo, intimamos con la prudencia con que lo hacen los hombres de secano. Esta confianza no incluía el baño pero si el caminar y penetrar despacio – hasta un limite sensato- para huir perseguidos por las olas que nos rozaban los talones y el culo.

Uno de los descubrimientos de aquel tiempo fue la siesta colectiva. Los monitores nos obligaban preceptivamente a guardarla tumbados en hamacas dispuestas en una terraza sobre la que se divisaba el mar hasta que se perdía en el horizonte.
Esta visión de lo inconmensurable, del infinito a nuestro alcance, propició en Eliseo y yo un incipiente existencialismo que tuvo su plasmación concreta en el descubrimiento, por el análisis matemático, de que nuestra vida era ocupada, en su tiempo más precioso, por esfuerzos absurdos.

Armados de lápiz y papel calculamos que si la vida media de una persona eran lo sesenta y cinco años, un tercio de esta, más de veintidos, teniendo en cuenta que la niñez primera estaba dedicada completamente al vegetal sueño, nos la pasábamos durmiendo.

Tras este alarmante e incuestionable descubrimiento decidimos no entregar gratuitamente ni un minuto más de lo preciso al vacío y la inconsciencia del tiempo que perdíamos dormidos. Así, durante la noche, nos dábamos conversación hasta que el sueño nos cogía desprevenidos.

Mas con ser inquietante nuestro reciente hallazgo del poco uso práctico de la vida, más escatológico y tremendo fue el descubrimiento del espacio vital que ocupaban nuestras rutinarias evacuaciones. El calculo de meadas, y eso que solo trabajamos con la hipótesis de cinco minutos diarios al total de las micciones, daba un total parcial anual de 1.725 minutos orinando. Una meada anual, inmensa como el mar pero evidentemente más mensurable, de más de 29 interminables horas orinando. Y esto en un cálculo optimista pues no queríamos constar la variable de las permanente urgencias de los abuelos y su relación íntima con el baño.

Pero en donde se palpaba fétida la absurda razón de nuestra mísera existencia era en el cálculo de las cagadas, de las miles de horas defecando.

Elíseo, hombre de orden y con gran sentido práctico, elaboró la idea de que en estas horribles circunstancias era mejor que los cupos estúpidos de pérdida miserable de tiempo se hicieran de una vez y no en cómodos plazos. Así uno se iría a su obligación de pasar 160 días cagando como el que se va al servicio militar y luego quedar para toda la vida sin precisar del retrete, libre de reemplazo.
A mí la idea, aun no pareciéndome desechable totalmente, me producía el horror insoportable de imaginar como se te queda el culo de escocido tras estar pegado a la loza durante cerca de medio año, las rodillas dormidas y el pestazo insoportable.

Como es palpable la inmensidad del mar, inconmensurable, nos llevó al descubrimiento del hastío de una existencia vulgar plagada de obstáculos para la felicidad. Del destino de sufrimiento del hombre, de la esclavitud del tiempo y de su paso imparable, de cómo la vida deteriora la vida. De lo lejos que se haya nuestra perra vida de una existencia sublime.

- Yo si llego al año 2000, Eliseo, tendré 44 años.
- Yo también. A esa edad, tan viejo, ya no debe valer la pena vivir. Ya estaremos casados, nos pasaremos todo el día trabajando y sin poder jugar a nada. ¡Qué asco!

Así fue transcurriendo el tiempo, de lo que sin saberlo fue nuestra primera toma de contacto de lo que hoy se conoce como Universidad de Verano, hasta que un mañana, cuando ya nos habíamos adaptado al entorno, nos metieron en autocar y nos dijeron que este cuento se ha acabado. Esta visto que hay alguien que mueve perversamente los hilos y cuando te vas adaptando a un sitio, decide que ya es el momento de irse, que el tiempo que te tocaba de mar se ha acabado.

El retorno desde Santander a Madrid lo realicé dominado por una sensación extraña. Al principio había echado de menos mi casa, mi cuarto, mi comida, mi baño. Pero ahora, si bien tenía ganas de volver a ver a mis padres, a mis amigos, de reencontrarme al fin con el paisaje del barrio, sabía que volvía distinto y con un punto de tristeza que no sabía a que se debía, de que esquina el polvo sale.
Nunca me había planteado salir del barrio, vivir en otro sitio que aquel en donde me había criado. Pero ahora sabía que había otras posibilidades, otros mundos y otras calles. Un mundo lleno de caracoles y peces que huele distinto y es más verde.

Llegamos a Madrid de noche y me esperó presurosa mi madre para despabilarme del amodorramiento en el que estaba instalado.

Su prisa hizo imposible que me despidiese de Eliseo. Los niños hacen planes hasta que su destino queda suspendido del brazo de su madre. De lejos le vi alejarse, como secuestrado, colgado como un pelele del brazo de una señora que le decía:
- Dios mío, que delgado vienes y que descuidado. ¿qué tal te han dado de comer?

No alcancé a oír su respuesta, me encontré metido en un taxi y llegando raudo a casa y recibiendo besos en la escalera de vecinos, saludos de pequeños y grandes y refugiándome agobiado en mi cuarto en donde entró, temeroso, Pedro mirándome como se mira a un extraño, vacilante.
- ¿Qué tal el mar?
- Inmenso, Pedro. Muy, muy, muy grande.
- ¿qué tal te lo has pasado?
- He hecho un compadre.

Pedro se quedó como alelado con mi respuesta pero no supo o no quiso preguntarme. Yo tuve, por primera vez, la sensación de que mi amigo, siempre tan próximo, estaba ahora lejano. La agria sensación de que algo imperceptible, a lo que no sabría poner nombre, pero que era muy profundo me había pasado.

Por primera vez en pocos días conocía la sensación de qué ya nada volvería a ser lo mismo y sólo lo entendía porque el mar era muy grande.

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