Procedo del erotismo
 de los que miraban de reojo
 la pantorrilla negra
 de las mujeres de negro velo.
 Me he dejado la vista
 de costurero morboso
 enhebrando agujeros.
 
 Escrutando por las ventanas.
Atesorando bajo del lecho
 un burdel de papel
 con mujeres en blanco y negro
 con tarifas a precio de imprenta,
 servicio urgente
 de unos gametos
 clandestinos,
 como unos genitales
 de los servicios secretos
 en donde uno evacua
 la pasión,
 junto a los excrementos.
 
Esa ignorancia deja culpa,lax
lastra el placer con un peso,
 pero también genera un gusto
 morboso por el misterio.
 
 Los curas ignoran
 que una playa nudista
 es la tumba del sexo,
 como una carnicería,
 como la consulta de un ginecólogo,
 como un pase de modelos
 anoréxicas y pálidas
 procedente del campo de exterminio,
 cenizas del deseo.
 
 A las mujeres
 las visten modistos que se excitan
 con hombres y crean
 muñecas de cera
 y recortables en pliego.
 A veces las visten con corbata,
 y un día las pondrán un bigote
 de pega sobre los labios
 de la cara
 como lo dibujan
 sobre los labios
 húmedos y escondidos
 del tesoro sin archipiélago.
 
 Una mujer es una caja fuerte,
 que cuando está abierta
 no sustraes el dinero.
 Adivinar la clave,
 deshojar el misterio,
 derrotar al desaliento,
 encontrar la palabra adecuada
 en prosa o en verso,
 sostener miradas que deslumbran
 eso es, para mí, el sexo.
 
 Luego la culminación
 es la parte animal,
 una gimnasia de Venus,
 necesaria como los finales felices,
 pero triste porque los desenlaces
 son previsibles.
 
 Lo imprevisible, lo mágico,
 es crear el argumento.
 
 Leonard Cohen, Bukovski,
 Nobokov, Romero de torres,
 Lawrence, Aute,
 Felllini, Berlanga,
 Lewis Caroll,
 Henry Miller,
 Aristófanes,
 Eduard Fuchs,
 Bocaccio,
 Daniel Defoe,
 Pierre Louis,
 Margarita de Valois,
 Francisco Delicado,
 Quevedo,
 Henry Fielding
 y, tantos otros,
 comparten 
estos pecados inconfesables,
aquellos vicios solitarios,
esos santos lugares. 
 © Mariano Crespo Martínez