Una señora culta, inteligente, lúcida, me dijo un
día, en la intimidad de
la sobremesa, que su marido nunca
la dejaría porque era un hombre que nunca se desprendía de nada inútil o viejo fuera una mujer o una silla un trasto o una reliquia.
A ella casi se le escapó una lágrima, yo todavía no he digerido aquella lejana comida.
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